Aunque sindiquen a los otros, las grandes potencias capitalistas son responsables de las más grandes infamias cometidas en nombre de la libertad y la democracia.
Por Gabriel Ángel


La historiografía de las clases dominantes se enseña en las escuelas, se repite en los discursos oficiales, se comenta diariamente en la prensa, se difunde en el cine y la televisión, se convierte en una verdad sobre la que no cabe discusión alguna. La versión generalizada de los hechos históricos termina por establecer héroes y villanos, grandes personajes y monstruos repudiables a los que la gente debe amar u odiar, por encima de los contenidos y significados reales.

Sin embargo hay gente honesta que trabaja por la verdad. Claro, con las limitaciones derivadas del desprecio que su obra despierta en los ambientes del poder. Pese a la descalificación y la persecución, su reveladora labor adquiere visos heroicos en medio del reinado de  la ciencia ficción que pasa por infalible. Los pueblos urgen una nueva versión de la historia que desvele las farsas establecidas y rescate las memorias anuladas. Benditos aquellos que la tejen.

Tim Weiner, periodista norteamericano especializado en asuntos de inteligencia, honrado alguna vez con el premio Pulitzer, elaboró un profundo trabajo de investigación sobre la historia de la Central de Inteligencia Americana. Y lo hizo desde la perspectiva de un estadounidense decente que ama a su país por encima de todo. Nadie puede acusarlo de comunista o de tener vínculos con organizaciones terroristas. Ni siquiera de perseguir intereses políticos electorales.

Pero su relación rigurosamente documentada de los crímenes de lesa humanidad y de guerra cometidos de manera continua, y en la mayor impunidad, por orden de los distintos gobiernos de los Estados Unidos desde la segunda guerra mundial, adquiere visos aterradores. Resultan increíbles los extremos alcanzados por los servicios de inteligencia norteamericanos y europeos, a objeto de perseguir fantasmas existentes tan sólo en las mentes de sus gobernantes.

Como horrorosos e irreparables los sufrimientos ocasionados a naciones y pueblos enteros por cuenta de esas obsesiones enfermizas. La guerra fría, tal y como demuestra Weiner, careció durante toda su existencia de motivaciones reales. La Unión Soviética jamás tuvo ni la capacidad ni la intención de realizar un ataque contra Occidente. Pero fue tal la dimensión  de la propaganda en contrario, que produjo los más horripilantes e irracionales crímenes para supuestamente evitarlo.

Desde los tiempos de Lenin quedó perfectamente claro que lo único que perseguía la nueva nación surgida de la revolución de Octubre era subsistir en paz. Aquellos dirigentes que concibieron la tesis de la revolución mundial inminente y que por tanto promovieron una actitud agresiva de la Rusia roja, fueron aislados y privados de cualquier influencia política real. Pero, paradójicamente, fue Occidente quien les otorgó finalmente importancia y apoyo.

Y fue Occidente el permanente agresor y desestabilizador de la revolución rusa. Desde su mismo nacimiento, cuando enviaron tropas al país y dieron pleno apoyo a los contra revolucionarios blancos. Weiner demuestra con pruebas irrefutables que eso fue lo que ocurrió también tras la capitulación del eje en 1945. Después de haberse visto obligadas a pactar con Stalin a fin de salvar de los nazis al mundo entero, las potencias occidentales se empeñaron en destruir la URSS.

Con un único argumento que jamás quisieron reconocer. Evitar que el mal ejemplo pudiera repetirse en otro lugar del mundo. Ese fin real fue la fuente de asombrosas confabulaciones ideológicas, políticas, militares, de inteligencia, propaganda y terror. Que al mismo tiempo significaron enormes negocios para los robustecidos monopolios transnacionales. Y que llevaron la sangre, el miedo y la estupidez a extremos impensables en todo el planeta.

Domenico Losurdo aborda a su modo la misma cuestión en su libro Stalin,  historia y crítica de una leyenda negra. Sin intención de absolver al singular líder soviético por los horrores que le atribuye la historiografía oficial, logra dejar al descubierto una verdad estremecedora. Aunque sindiquen a los otros, los Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y demás potencias capitalistas son responsables de las más grandes infamias cometidas en nombre de la libertad y la democracia.

Sumando a Losurdo con el conjunto de autores citados por el científico suizo DanieleGanser en su obra sobre los ejércitos secretos de la OTAN, se adquiere claridad, por ejemplo, sobre dramas tan espantosos como el atribuido de modo exclusivo a Pol Pot en Camboya. Fueron los norteamericanos quienes dieron origen a todo ese asunto. Ellos promovieron el golpe de Estado del general LonNolen 1970, sólo para sumar ese país al conflicto que sostenían contra Vietnam.

Y luego lanzaron contra las zonas rurales de Camboya, en que operaba Pol Pot, más bombas que las que cayeron sobre Japón en la segunda guerra mundial, causando la muerte a 750.000 campesinos e hiriendo muchos más por obra del agente naranja y el napalm, precipitando el desplazamiento de millones de personas hambrientas y heridas a las ciudades. En parte, y a su modo, Pol Pot pretendió tras su triunfo de 1975, poner fin a esa crisis humanitaria.

Hoy se acusa a su régimen de las atrocidades más perversas contra la  población trasladada de las ciudades, olvidando que LonNol ordenaba en su momento cavar sus propias tumbas y luego fusilar por miles a los sospechosos de comunismo. Aún sorprende más que quienes se ensañan contra el absurdo experimento del Jemer rojo, olviden que una vez en guerra con Vietnam, por encima de lo que hacía, Pol Potcontó con el respaldo incondicional de las potencias occidentales.
Al tiempo que las Naciones Unidas se negaban a quitarle el reconocimiento diplomático, los Estados Unidos le suministraban apoyo económico y político, además de que por acuerdos entre los dos gobiernos, fuerzas especiales norteamericanas y británicas instruían y asesoraban las tropas encargadas de masacrar tan salvajemente la población. Los desarrollos políticos subsiguientes obligaron a ensombrecer después esos capítulos del repugnante asunto.

Y a señalar con el dedo a los únicos monstruos, los perdedores. Para que ninguno en adelante se atreva a intentarlo. Por desgracia, para ellos, cada día es más la gente que no traga entero.