martes, 21 de noviembre de 2017

Los intelectuales son peligrosos

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El 9 de noviembre, Ernesto Macías, un senador del Partido Centro Democrático que se graduó de comunicador social a los 51 años de edad –luego de haber sido alcalde-, llamó “cura guerrillero” al padre Francisco de Roux (entre otras cosas, Ph. D de l´université de la Sorbonne y con dos maestrías -una de ellas en el London School of Economics-).

Ese mismo día, el expresidente Álvaro Uribe Vélez había dicho que Mauricio Archila -profesor de la Universidad Nacional de Colombia- hacía apología del terrorismo en sus escritos, y a partir de allí sus más obsecuentes seguidores han emprendido una dura campaña contra los profesores, poniéndoles diversos epítetos (instigadores del terrorismo, pseudointelectuales, y hasta responsables de crímenes de lesa humanidad, según Rafael Guarín).

Durante el Genocidio Camboyano a mediados de los setentas, el constante asesinato de profesores e intelectuales hizo que se volviera peligroso utilizar lentes o hablar una lengua extranjera, porque según la dictadura esto era sinónimo de intelectualidad (y, por lo tanto, de personas que dedicaban demasiado tiempo a pensar y consecuentemente a criticar).

En Chile, la dictadura pinochetista acabó con la vida de al menos 103 docentes y durante todos los años de su gobierno cerca de 26.000 profesores perdieron su empleo.

En Perú se recuerda con dolor la Masacre de la Cantuta en la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle. En julio de 1992 el Grupo Colina (al servicio de la dictadura fujimorista) secuestró y luego asesinó a un profesor y nueve estudiantes del claustro académico acusados de terrorismo. En el 2009 se determinó que no había motivo para levantar estas acusaciones y Fujimori fue procesado por la masacre.

Para no ser extensivo con los casos, en Colombia fueron asesinados - entre 1995 y 2014 - 999 profesores; uno de ellos, el sociólogo Alfredo Correa de Andréis, quien fue víctima de una alianza tétrica entre el desaparecido DAS (entidad que dependía directamente de la Presidencia de la República y que lo consideró ideólogo del Bloque Caribe de las FARC) y las Autodefensas Unidas de Colombia –encargadas de apretar el gatillo-.

Como puede ser supuesto, Correa de Andréis jamás tuvo algo que ver con la ya desaparecida guerrilla.

Por lo general, la academia y los intelectuales resultan peligrosos para los discursos autoritarios.

Bajo el manto de la seguridad nacional de Uribe se han cobijado odios y discursos violentos que polarizan sociedades y exponen a quienes desafían los relatos oficiales. Es por eso que debería preocuparnos en sobremanera la posición del Centro Democrático con respecto a la libertad de cátedra: a través de discursos incendiarios logran desprestigiar a la comunidad académica, reducir investigaciones rigurosas a la categoría de “apologistas del terrorismo”, y justificar entre la población la censura y el linchamiento social a los profesores por contradecir al expresidente Uribe.

La defensa del pensamiento científico es una responsabilidad que tenemos todos los colombianos. Es plausible que la derecha colombiana no esté de acuerdo con los pensamientos de Archila o de De Roux, pero la discusión debe hacerse a través de argumentos. La labor del uribismo debería ser contravenir a través de discursos lógicos y racionales las posturas que consideren equivocadas, no exponer públicamente al autor de las ideas y descartarlo solo por pensar de esta forma.

Pensar no es equivalente a ser terrorista, y es vergonzoso que un expresidente así lo suponga. No es fortuita la persecución a intelectuales en regímenes autoritarios, y tampoco es casualidad que el uribismo repita esa práctica;  los intelectuales son peligrosos para algunos políticos particularmente ultraderechistas.

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