sábado, 26 de abril de 2014

Educación, alteridad y hospitalidad

Por: Julio César Carrión Castro - Universidad del Tolima



(A propósito de las pruebas PISA y de otros simulacros del llamado sistema educativo)

El tradicional y rutinario comportamiento de los educadores establece su identidad y su talante histórico como simples “funcionarios” que operan como piezas perfectamente ajustadas a la maquinaria estatal; reducidos a la monotonía de ser promotores de una confesión, animadores de una cátedra o administradores de unos currículos que otros les elaboran e imponen. La constancia y permanencia de ese oficio, a pesar de las “buenas intenciones”, y de las muchas poses y simulaciones que los maestros ensayan para sustraerse, hace imposible cualquier atisbo de práctica emancipadora o libertaria en sus quehaceres. Consciente o inconscientemente los maestros son agentes mercenarios del poder, son perpetuadores del statu quo.

Una aspiración, una esperanza ética para la educación, ha de significar, por tanto, la supresión de esa intermediación interesada de la escuela y los educadores que permita el reconocimiento del otro, de la alteridad, de la manifiesta diferencia, sin pretender la búsqueda de la uniformidad, sin evangelización, sin la imposición del “pensamiento único”. Ello implica la necesidad de revisar todo el proyecto civilizatorio que ha señalado Occidente, dar vuelta a los intereses integracionistas, homogeneizadores, ecuménicos o imperialistas que sin embargo mantienen en la exclusión y la marginalidad a las inmensas mayorías. Le corresponde a ese nuevo proyecto educativo basado en la equidad y la justicia, permitir, asimismo, nuevos ejercicios de memoria y de pluralismo, para dar voz y reivindicar a aquellos que han sido obligados al desplazamiento forzado y al silencio.

El secreto del tiempo y de la ideología del olvido sobre los cuales se ha construido el presente, es que “todo presente tiene un déficit de legitimación”, porque ha sido erigido sobre el sufrimiento, sobre el despojo, la segregación, y sobre los cadáveres de las víctimas. Dar relevancia al otro, a su pasado, a su dolor, es pues, el elemento clave para una nueva ética, para las posibilidades de una nueva pedagogía.

La memoria como categoría ética constituye el fundamento de una nueva teoría de la justicia. Para la cultura y la pedagogía dominantes, en general para la cultura occidental, la memoria carece de importancia, el pasado es algo clausurado, olvidado, pero, una nueva pedagogía, si es posible, habrá de ser crítica y esperanza basada en el pasado, situando la memoria en el centro de la discusión, tomando en cuenta al otro, a la víctima, al desplazado, sin borrar sus recuerdos, su dolor, su sufrimiento, su despojo. Como lo plantea Jacques Derrida, “no puede haber amistad, hospitalidad o justicia sino ahí donde, aunque sea incalculable, se tiene en cuenta la alteridad del otro”. Se trata de establecer el respeto por la diferencia, por la heterogeneidad, por el pluralismo, por las más diversas costumbres y culturas; no ya una simple noción de “tolerancia” o de saber “soportar” al otro; se trata de reivindicar el concepto de “solidaridad”, superando los esquemas restrictivos de la fraternidad (cristiana o demoliberal) y las vagas identidades nacionales, a favor del valor superior de la idea del cosmopolitismo y establecer una ética que logre desbordar las relaciones de subalternidad, de explotación, de opresión, de dependencia y de dominio.

Jean-Carles Mélich dice que “la pregunta por el pasado no es una añoranza de lo que sucedió alguna vez, no es un intento de volver atrás. La pregunta por el pasado es el intento de romper con la lógica del presente, con la uniformidad total…”. No se trata pues, de “romper con el pasado”, sino de “romper con el presente”, abriendo caminos y posibilidades, por supuesto, a renovadas esperanzas.

En lugar de cifrar esperanzas en el engendro, en el Odradek de la escuela y en el culto a esos campos de concentración que se nutren de la ideología del olvido y la uniformidad del pensamiento, valdría la pena impulsar la utopía de la desescolarización total, y promover múltiples formas de aprendizaje y de enseñanza, basados en el reconocimiento de la alteridad, en el acogimiento y la hospitalidad, en la multiculturalidad y el pluralismo.

Como claramente lo expuso Iván Illich: “Ni nuevas actitudes de los maestros hacia sus alumnos, ni la proliferación de nuevas herramientas y métodos físicos o mentales (en el aula o en el dormitorio), ni, finalmente, el intento de ampliar la responsabilidad del pedagogo hasta que englobe las vidas completas de sus alumnos, dará por resultado la educación universal. La búsqueda actual de nuevos embudos educacionales debe revertirse hacia la búsqueda de su antípoda institucional: tramas educacionales que aumenten la oportunidad para que cada cual transforme cada momento de su vida en un momento de aprendizaje, de compartir, de interesarse…”. Estaríamos, entonces, hablando de nuevos entramados pedagógicos, para deconstruir y contrarrestar la monstruosa concepción utilitaria y mercantilista de la educación.

Ante el hecho de una imaginación acorralada y atrapada por los tejidos institucionales que han conducido, inexorablemente, a la oscura e impenetrable urdimbre tecnofascista que impide la emergencia de otras alternativas al “progreso”, en necesario fijar unas nuevas condiciones para que los conocimientos dejen de ser los mecanismos de sustentación de un modo de producción basado en la explotación y la exclusión. Las ciencias y las tecnologías no son neutrales; desde una supuesta “sociedad del conocimiento”, arbitrariamente los centros de poder (presentados como “centros de excelencia académica e investigativa”) con sus competencias, estándares e indexaciones, acomodados a su amaño, diseñan y programan las actividades de un sistema de educación ya mundializado.

El proyecto es separar la enseñanza y el aprendizaje de la escolaridad y la competitividad que implica. Desescolarizar la cultura, abrir puertas y ventanas a otras formas de transmisión y tráfico de los saberes, más allá de la estrechez del “sistema escolar” -escuelas, colegios, liceos, institutos, universidades, diurnas, nocturnas, presenciales, compensatorias, a distancia, públicas o privadas, con o sin rituales reformas y acomodamientos- que con la apariencia de la legitimidad democrática gradúan y degradan, titulan a unos cuantos mientras marcan con el estigma de la inferioridad a las mayorías de “perdedores”, discriminados, frustrados y desertores de dicho sistema.
Para que esta utopía tenga algún sentido, se requiere el respeto a la memoria y la reparación a las víctimas; el acogimiento y la hospitalidad a los segregados, a los desertores, a los excluidos, a los inmigrantes, a los extraños, a los desplazados, incluso a los analfabetas y a los considerados “anormales”…

Reconstruir los sueños de un futuro mejor reclama, no la perversa manipulación de los recuerdos y el olvido, no nuevos campos de concentración y amaestramiento, no novedosos procesos de autoevaluación y autodisciplina, no represivos, estrafalarios ni simpáticos y afables aparatos e instrumentos ideológicos al servicio del Estado; no “otra escuela” ni “otros maestros”, sino en realidad trabajar por alcanzar “un mundo sin escuelas…”
Tomado de : Edición N° 00396 – Semana del 25 de Abril al 1 de Mayo – 2014

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