El Censo del 2005 invisibilizó una porción muy
importante de la población en condición de discapacidad.
Los colombianos requerimos ser consecuentes
con la indignación que nos producen esos comportamientos y construir una
sociedad incluyente en la cual se reconozcan y se disfruten los derechos que
todos los ciudadanos tenemos sin distingos de condición, raza o credo
religioso.
Indignación producen las declaraciones
discriminatorias contra la población en condición de discapacidad pronunciadas
por la señora María Luisa Piraquive, líder de la iglesia de Dios Ministerial de
Jesucristo Internacional e inspiradora del partido político Mira.
Pero también preocupan, porque es inaceptable
que en pleno siglo XXI existan personas y organizaciones que se sustenten en prédicas
anacrónicas e inquisidoras, con sermones de terror y exclusión.
Más aún, cuando una fusión religiosa, política
y familiar, con evidencias de prácticas clientelistas y eventualmente dolosas,
sumadas a esos mensajes de miedo, persecución y discriminación, adquiere
influencia económica y política en la sociedad y en los poderes del Estado.
Pero más allá de esas consideraciones y
confiando en que el próximo 9 de marzo los electores colombianos no olvidemos
sancionar esas prédicas y esas prácticas, las declaraciones de la señora
Piraquive nos deben llamar a la reflexión como sociedad, en torno a la forma
como se trata en el país a la población en condición de discapacidad y al grado
de inclusión social que realmente tiene.
Porque cuando no es esa actitud claramente
segregante, la otra visión extrema es de compasión, conmiseración y
paternalismo, que conduce de alguna manera a una nueva forma de exclusión.
La población que confronta alguna discapacidad
quiere que su condición sea vista como una situación de vida y no simplemente
como una enfermedad.
No quiere que se le trate con exclusión, pero
tampoco con lástima, mucho menos como pretexto para recaudar recursos
económicos.
Las declaraciones de la líder de esa empresa
religiosa, política y familiar, son expresiones y muestras de una sociedad que
no ha logrado consolidar el respeto debido hacia las poblaciones más
vulnerables, para que sean incluidas en la sociedad y no discriminadas o
estigmatizadas.
Ahora bien, el aprovechamiento de diferente
orden que algunos pretenden hacer con el escándalo suscitado, lo que esconde es
una latente hipocresía. Hoy se rasgan las vestiduras.
Sin embargo, son muchos de ellos los mismos
que en su día a día se oponen a que un niño en condición de discapacidad
ingrese a determinados colegios y universidades o impiden que personas en
situaciones semejantes puedan acceder a trabajos dignos y bien remunerados.
Como dijimos en estas páginas hace un tiempo
“la población con discapacidad pide libertad y autonomía. Quiere amor y
comprensión de su familia, trato digno y el apoyo de la sociedad para construir
su camino en este devenir terrenal. Quiere integrarse a la comunidad y serle
útil. Esta población sabe que tiene derechos y está dispuesta a asumir sus
responsabilidades”.
A pesar de que existen reconocimientos
constitucionales y legales para la población en condición de discapacidad en el
marco de la Convención mundial de la que Colombia hace parte, su realidad
cotidiana no supera los visos de la exclusión, y su integración social plena
todavía es una quimera.
El Censo del 2005 invisibilizó una porción muy
importante de la población en condición de discapacidad.
La pregunta que consultó ese cuestionario no
fue acertada y hoy, derivado de dicho censo, hablamos de 6,5 por ciento de la
población colombiana que enfrenta alguna discapacidad.
En otros países se señalan valores superiores
al 12 por ciento. La peor forma de exclusión para estas poblaciones es aquella
que desconoce su existencia.
Pero además, las cifras que arroja el Registro
de Caracterización de la Población en condición de discapacidad del Dane y el
Ministerio de Salud del 2010 son preocupantes.
De cada cien personas registradas en condición
de discapacidad, treinta y cuatro desconocen la causa, como si no tuvieran un
diagnóstico, cincuenta y ocho entre 15 y 19 años no asisten a la escuela, solo
cinco terminan el bachillerato y menos de una, la universidad, treinta y cinco
no tienen acceso a agua potable y setenta y seis perciben barreras físicas en
su entorno inmediato.
Así las cosas, más allá de escandalizarnos y
condenar las declaraciones y las prácticas de una señora y su empresa
religiosa, política y familiar, los ciudadanos de este país requerimos ser
consecuentes con la indignación que nos producen esos comportamientos y
construir una sociedad incluyente en la cual se reconozcan y se disfruten los
derechos que todos los ciudadanos tenemos sin distingos de condición, raza o
credo religioso.
Augusto Galán Sarmiento
Exministro de Salud y ex embajador de Colombia en la Unesco.
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