viernes, 30 de septiembre de 2011

En nuestras propias narices


Por Antonio Sanguino

Léase bien, en Bogotá, existen 109 explotaciones mineras y sólo siete de ellas son legales. Los principales títulos mineros están en manos de dos grandes multinacionales, Cemex y Holsing, y la Fundación San Antonio.
Si el asunto lo midiéramos en pesos el desequilibrio ofende. Mientras Bogotá recibe anualmente en promedio 138 millones de pesos en regalías, según el Fondo de Emergencias del Distrito se gasta 2.200 millones en obras de mitigación. Cifra a la que tendríamos que agregar lo que se invierte en los programas de salud para atender la población afectada por la explotación minera y lo que gastamos en la reubicación de las familias desplazadas por deslizamientos y derrumbes. Solo el año pasado tuvimos que reubicar 73 hogares en riesgo.
Pero el problema de la explotación minera en la capital no es principalmente un asunto económico. Su alto impacto ambiental o la huella ecológica que deja, en opinión de buena parte de las organizaciones ambientales, no la justifica. Y seguramente tienen razón. Lo más grave ocurre en el sur de la ciudad, en las localidades de Usme y Ciudad Bolívar. Allí el impacto sobre la cuenca del río Tunjuelo es desgarrador. Un millón de personas que habitan en la cuenca del río reciben diariamente el impacto de una explotación que lleva décadas.
Varias veces se ha alterado el cauce del río por cuenta de la explotación de gravilla y demás materiales para la construcción. Y como consecuencia de ello, en el invierno del año 2002, las cárcavas creadas por la explotación se inundaron cuando el rio se desbordó. Aún hoy esos huecos están llenos de agua estancada con las consecuencias en salud pública que ello genera. Y lo más indignante es que las empresas mineras han demandado al Distrito ante los tribunales, solicitando indemnización por más de 400 mil millones de pesos, alegando que por dichas inundaciones no han podido ejercer sus derechos de explotación.
Pero todo esto ocurre porque existen circunstancias legales que favorecen dichas explotaciones. Que primero se otorguen los títulos mineros y luego se expidan las licencias ambientales parece por fuera de toda lógica. Seguramente en la reforma al Código Minero habrá que revisar esta ruta para evitar que las autoridades nacionales generen un derecho en quienes obtengan los títulos antes de examinar la viabilidad y el impacto ambiental. Que en el Plan de Ordenamiento Territorial se hayan autorizado tres parques de explotación minera, dos de ellos en el perímetro urbano de la Capital, parece un despropósito. Seguramente se quiso legalizar una explotación de más de 50 años. Pero ya es hora de eliminar la explotación minera en el casco urbano de la ciudad y ello se puede hacer en la discusión y aprobación de las modificaciones al POT que tendremos que hacer próximamente.
Y las autoridades deben intervenir con autoridad, aunque suene a pleonasmo, ante la ilegalidad. Es inadmisible que explotaciones mineras ilegales ocurran en las narices de quienes tienen la responsabilidad de garantizarnos un medio ambiente sano.

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