Hoy, la plaza no solo olía a comida. Olía a vida.
La mañana despertó despacio sobre el barrio Las Cruces. El sol apenas había rozado las tejas cuando ya se sentía un cosquilleo en el ambiente, como si algo muy esperado estuviera a punto de ocurrir. Las vecinas que llevan décadas abriendo sus puestos llegaron más temprano que nunca. Los jóvenes que apenas empiezan a caminar el barrio estaban allí también, ayudando, limpiando, organizando.
Y en medio de ese pequeño hormiguero humano, la Plaza de Mercado Las Cruces —esa señora vieja, hermosa y dolorida— parecía enderezarse un poco, como quien se alista para una foto familiar.
Ese día, la plaza volvió a sentir que era amada.
La emoción que se cocina a fuego lento
Entre los pabellones y la marquesina roja, el aire se llenó de un aroma que mezclaba lo antiguo y lo nuevo: el hervor del caldo de papa que Doña Mercedes preparaba como lo hacía su abuela, el dulzor del plátano frito recién sacado de la sartén, la frescura de las hierbas que un joven cocinero trituraba con la seguridad de quien sabe que está reinventando su propio barrio.
No era solo comida.
Era cariño en forma de receta.
Cada puesto era un pedazo de vida: la sopa que un padre preparaba en honor a su madre; la arepa con queso que una pareja de jóvenes vendía para financiar su sueño; los envueltos que una señora preparaba recordando el olor de los fogones de su infancia en el campo.
Ese día, todo olía a casa.
A una casa grande, compartida, con puertas abiertas y recuerdos tibios colgados de las paredes.
El barrio se mira a sí mismo
Con el paso de las horas, la plaza se llenó de risas.
Niños corriendo detrás de los títeres.
Ancianas escuchando historias que creían perdidas.
Jóvenes muralistas pintando colores que parecían brotar del alma del barrio.
Un grupo de raperos improvisaba versos que hablaban de resistencia, de pobreza, de orgullo, de heridas que duelen pero no se ocultan. Las personas alrededor guardaban silencio por un momento; no era tristeza. Era reconocimiento.
Las Cruces se estaba contando a sí misma, sin miedo, sin maquillaje.
Cuando la comida se convierte en abrazo
Llegó la hora del concurso gastronómico. Las mesas estaban llenas de platos que parecían latir: sancochos profundos que resucitaban memorias de familia; picaditas llenas de colores que recordaban la alegría de los domingos; dulces que sabían a infancia, a navidades antiguas, a manos arrugadas y cálidas.
Un niño, de unos seis años, probó un buñuelo y exclamó:
—Sabe al que hacía mi abuela…
Y la cocinera, una mujer de ojos cansados pero brillantes, se llevó las manos al pecho; allí, exactamente allí, sintió el premio más grande que podía recibir.
Ese tipo de cosas no se escriben en un acta.
Pero quedan grabadas en la piel del barrio.
La plaza, por fin, respira
Cuando comenzó a caer la tarde, la luz dorada entró por las ventanas altas del pabellón central. Era como si alguien hubiera encendido un altar. Allí estaban las cocineras, los jóvenes artistas, las familias que nunca dejan morir las tradiciones.
Allí estaba la gente que hace que un barrio exista.
La plaza respiraba.
De verdad respiraba.
Y estaba feliz.
Un viejo que vendía frutas desde hace cuarenta años lo dijo en voz baja, sin mirar a nadie:
—Yo pensé que ya nos habíamos quedado solos.
Pero ese día, la plaza le demostró que no. Que Las Cruces sigue viva, que todavía late, que aún sueña.
La última luz del día
A las seis, cuando los fogones comenzaron a apagarse y los artistas guardaban los pinceles, nadie quería irse. Algunos miraban hacia atrás antes de salir, como quien no quiere despedirse de un ser querido.
La plaza quedó silenciosa, pero ese silencio no era vacío.
Era un silencio lleno, profundo, cálido.
El silencio de un corazón que, después de mucho tiempo, vuelve a latir con fuerza.
Y mientras las últimas sombras se mezclaban con la penumbra, alguien dijo lo que todos estaban pensando:
“Esto no puede ser solo un día. Esto tiene que repetirse.”
Porque la plaza lo sintió.
El barrio lo sintió.
Todos lo sentimos:
Hoy, Las Cruces volvió a ser familia.
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