La mujer de los
condenados
Por Javier Correa Correa
—Dice que
va a complacerme en lo que quiera. Bueno, mi última voluntad es hacer el amor
—me dijo. Olía feo, llevaba más de una semana huyendo por entre los matorrales,
comiendo raíces y pellizcando la esperanza de eludir el rastrillo. Nueve días
exactos, con sus atardeceres y madrugadas. Nosotros nos turnábamos para dormir,
pero él tenía que relevarse solo. Imagino que descansaba un ojo mientras
vigilaba con el otro, turnaditos. Y aunque yo comandaba la patrulla, me hubiera
gustado que escapara, porque era de esos hombres que necesita cualquier país.
Pero estaba del otro lado. Y ahora está muerto.
Hacía cinco
meses nos disputaba el territorio y en varias escaramuzas nos había golpeado.
Digo nos, pero en realidad debo decir les, porque yo llegué al final, a
reemplazar el mando. Al teniente Pérez le pidieron la baja y a mí me tocaba,
como fuera, capturar o matar a Vicente Arboleda. Lo capturé y lo maté, luego de
un juicio marcial en el que la única posibilidad era la condena. Él lo sabía y
no intentó defensa alguna. Siempre se declaró inocente, pero no negó los
cargos: para él no eran delito sino justicia. Pretendió decir que los
delincuentes éramos nosotros y hoy creo que sí. Aunque nosotros ganamos. Debo decir,
mejor, los derrotamos.
La anterior es
la primera parte de mi novela La mujer de los condenados, finalista en
el Premio Nacional de Novela del
Instituto Distrital de Cultura y Turismo, y publicada por eLibros Editorial
(http://www.elibros.com.co/) en la Colección Sur. Si le
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